Hace apenas dos sábados, la tenista hispano-venezolana Garbiñe Muguruza –nuestra Garbiñe, a secas– conquistó el torneo de Wimbledon, para muchos el más prestigioso del mundo, incluso por delante del de Roland Garros que se celebra en París. Y se ve así precisamente por la dificultad añadida que representa jugar en hierba, frente a la tierra batida que está mucho más en nuestra tradición tenística. Como podemos imaginar, esa victoria levantó todo un terremoto de felicitaciones, parabienes y elogios hacia nuestra campeona, que ya había conquistado la gloria en Francia, allá por 2016.
No seré yo quien ose quitar a Garbiñe el más mínimo ápice de mérito por su flamante título, puesto que además se lo ganó de forma indiscutible nada menos que a la mayor de las hermanas Williams, Venus, quien reconoció con verdadero fairplay la superioridad de la española. Una final ganada con un tenis de contrastada calidad, como venía demostrando en las eliminatorias previas; un tenis que no deja lugar a la duda: estamos ante una gran tenista, a la que sin embargo aún le queda dar un salto de madurez personal para no ser tan irregular como viene siéndolo hasta ahora. Para quienes seguimos su trayectoria, y me consta que somos muchos, sigue siendo un misterio insondable que Garbiñe sea capaz de protagonizar las mayores gestas (como en Wimbledon) o las derrotas más insulsas, a las primeras de cambio, en cualquier torneo menor.