El fondo de la biblioteca de la Colby College, una universidad privada de Waterville, al noreste de Estados Unidos, hay una habitación espaciosa, la más grande del recinto, que exhibe dos docenas de estanterías: entre otros muchos autores, en una esquina, un mueble abarrotado descubre un nombre, «James Brendan Connolly», y ofrece una corta descripción. «Nacido en 1868 y fallecido en 1957, fue autor de relatos marítimos de no-ficción como ‘El libro del pescador de Gloucester’», se puede leer en una placa que acompaña a los manuscritos de 25 novelas, más de 200 cuentos, miles de artículos y hasta 82 autógrafos. Es complicado adivinar que en ese mismo lugar se muestra uno de los objetos más importantes de la historia del deporte, si no se presenta su responsable, Patricia Burdick, y señala la vitrina.
La primera medalla de la historia de los Juegos descansa allí, lejos de museos, como una anécdota de la vida de un literato. «Cada año unas 200 personas se interesan por la colección de Connolly. A todos les gusta ver la medalla, aunque la mayoría vienen por su obra», admite Burdick a EL MUNDO y tiene lógica, pues «él vivió de sus libros», pero, a su vez, revela cómo el olimpismo ha olvidado a sus primeros campeones, a aquellos amateurs que abrieron el camino, hoy hace exactamente 120 años, en Atenas. «De los Juegos de 1896 sólo se recuerda a Spiridon Louis, vencedor del maratón, y gracias a los griegos. De los pioneros estadounidenses, que arrasaron, no se acuerda nadie, ni Hollywood, aunque merecerían varias películas», proclama el historiador Fernando Arrechea que apunta que «aquellos deportistas representan puramente el espíritu olímpico».
Y ningún ejemplo de esa afirmación mejor que Connolly. Hijo de inmigrantes irlandeses en Boston, ayudante en el Cuerpo de ingenieros del ejército estadounidense, a los 27 años fue aceptado en Harvard, pero, en su primer curso, se cruzó su pasión por el atletismo: reputado saltador, ya plusmarquista nacional, pidió a la universidad un permiso de dos meses para poder competir en Grecia y, al ser éste rechazado, decidió dejar los estudios. Ante todo, los Juegos, el sueño romántico que publicitaba Pierre de Coubertin por todo el mundo. Ayudado por una iglesia católica de su ciudad pudo viajar a Europa junto a nueve compatriotas «de buena familia» según detalla Arrechea, y, como señala el propio atleta en su biografía Por vía marítima, 30 años a bordo, pese a ser atracado a su paso por Italia, «la llegada a Atenas fue maravillosa». «El evento tuvo una gran organización», elogia Arrechea, aunque para Connolly hubo un problema: el descanso.
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Su fallecimiento apenas mereció obituarios, pero su hija, Brenda, consiguió una estatua suya en Boston, y, sin descendencia, al donar sus bienes al filántropo, James Augustine Healy, evitó que la memoria de su padre se perdiera del todo: ahí sigue, en la Colby College, esperando reconocimiento.
De la noticia publicada en El Mundo (06.04.16), firmada por Javier Sánchez.
Se puede leer completa en: http://www.elmundo.es/tecnologia/2016/04/06/570453e7ca4741ca1b8b469d.html